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viernes, 14 de octubre de 2011

Realismo mágico,la muerte


Juan Nepomuceno Carlos Pérez Rulfo Vizcaíno
(San Gabriel, Jalisco, 16 de mayo de 1917 - México, D. F., 7 de enero de 1986) fue un escritor, guionista y fotógrafo mexicano.


Juan Rulfo fue uno de los grandes escritores latinoamericanos del siglo XX, que pertenecieron al movimiento literario denominado realismo mágico, y en sus obras se presenta una combinación de realidad y fantasía, cuya acción se desarrolla en escenarios americanos, y sus personajes representan y reflejan el tipismo del lugar, con sus grandes problemáticas socio-culturales entretejidas con el mundo fantástico.
La reputación de Rulfo se asienta en dos pequeños libros: El llano en llamas, compuesto de diecisiete pequeños relatos y publicado en 1953, donde encontraremos el  relato “ No oyes ladrar los perros” que analizaremos a continuación,  y la novela Pedro Páramo, publicada en 1955. Se trata de uno de los escritores de mayor prestigio del siglo XX, pese a ser poco prolífico. Ha sido considerado uno de los más destacados escritores en la lengua española de este periodo, junto a Jorge Luis Borges, por una encuesta realizada por la editorial Alfaguara.
 
Juan Rulfo
(México, 1918-1986)
No oyes ladrar a los perros
(El Llano en llamas, 1953)


        —Tú que vas allá arriba, Ignacio, dime si no oyes alguna señal de algo o si ves alguna luz en alguna parte.
        —No se ve nada.
        —Ya debemos estar cerca.
        —Sí, pero no se oye nada.
        —Mira bien.
        —No se ve nada.
        —Pobre de ti, Ignacio.
        La sombra larga y negra de los hombres siguió moviéndose de arriba abajo, trepándose a las piedras, disminuyendo y creciendo según avanzaba por la orilla del arroyo. Era una sola sombra, tambaleante.
        La luna venía saliendo de la tierra, como una llamarada redonda.
        —Ya debemos estar llegando a ese pueblo, Ignacio. Tú que llevas las orejas de fuera, fíjate a ver si no oyes ladrar los perros. Acuérdate que nos dijeron que Tonaya estaba detrasito del monte. Y desde qué horas que hemos dejado el monte. Acuérdate, Ignacio.
        —Sí, pero no veo rastro de nada.
        —Me estoy cansando.
        —Bájame.
        El viejo se fue reculando hasta encontrarse con el paredón y se recargó allí, sin soltar la carga de sus hombros. Aunque se le doblaban las piernas, no quería sentarse, porque después no hubiera podido levantar el cuerpo de su hijo, al que allá atrás, horas antes, le habían ayudado a echárselo a la espalda. Y así lo había traído desde entonces.
     ¿Cómo te sientes?
        —Mal.
        Hablaba poco. Cada vez menos. En ratos parecía dormir. En ratos parecía tener frío. Temblaba. Sabía cuándo le agarraba a su hijo el temblor por las sacudidas que le daba, y porque los pies se le encajaban en los ijares como espuelas. Luego las manos del hijo, que traía trabadas en su pescuezo, le zarandeaban la cabeza como si fuera una sonaja. Él apretaba los dientes para no morderse la lengua y cuando acababa aquello le preguntaba:
        — ¿Te duele mucho?
        —Algo —contestaba él.
        Primero le había dicho: "Apéame aquí... Déjame aquí... Vete tú solo. Yo te alcanzaré mañana o en cuanto me reponga un poco." Se lo había dicho como cincuenta veces. Ahora ni siquiera eso decía. Allí estaba la luna. Enfrente de ellos. Una luna grande y colorada que les llenaba de luz los ojos y que estiraba y oscurecía más su sombra sobre la tierra.
        —No veo ya por dónde voy —decía él.
        Pero nadie le contestaba.
        E1 otro iba allá arriba, todo iluminado por la luna, con su cara descolorida, sin sangre, reflejando una luz opaca. Y él acá abajo.
        —¿Me oíste, Ignacio? Te digo que no veo bien.
        Y el otro se quedaba callado.
        Siguió caminando, a tropezones. Encogía el cuerpo y luego se enderezaba para volver a tropezar de nuevo.
        —Este no es ningún camino. Nos dijeron que detrás del cerro estaba Tonaya. Ya hemos pasado el cerro. Y Tonaya no se ve, ni se oye ningún ruido que nos diga que está cerca. ¿Por qué no quieres decirme qué ves, tú que vas allá arriba, Ignacio?
        —Bájame, padre.
        —¿Te sientes mal?
        —Sí
        —Te llevaré a Tonaya a como dé lugar. Allí encontraré quien te cuide. Dicen que allí hay un doctor. Yo te llevaré con él. Te he traído cargando desde hace horas y no te dejaré tirado aquí para que acaben contigo quienes sean.
        Se tambaleó un poco. Dio dos o tres pasos de lado y volvió a enderezarse.
        —Te llevaré a Tonaya.
        —Bájame.
        Su voz se hizo quedita, apenas murmurada:
        —Quiero acostarme un rato.
        —Duérmete allí arriba. Al cabo te llevo bien agarrado.
        La luna iba subiendo, casi azul, sobre un cielo claro. La cara del viejo, mojada en sudor, se llenó de luz. Escondió los ojos para no mirar de frente, ya que no podía agachar la cabeza agarrotada entre las manos de su hijo.
        —Todo esto que hago, no lo hago por usted. Lo hago por su difunta madre. Porque usted fue su hijo. Por eso lo hago. Ella me reconvendría si yo lo hubiera dejado tirado allí, donde lo encontré, y no lo hubiera recogido para llevarlo a que lo curen, como estoy haciéndolo. Es ella la que me da ánimos, no usted. Comenzando porque a usted no le debo más que puras dificultades, puras mortificaciones, puras vergüenzas.
        Sudaba al hablar. Pero el viento de la noche le secaba el sudor. Y sobre el sudor seco, volvía a sudar.
        —Me derrengaré, pero llegaré con usted a Tonaya, para que le alivien esas heridas que le han hecho. Y estoy seguro de que, en cuanto se sienta usted bien, volverá a sus malos pasos. Eso ya no me importa. Con tal que se vaya lejos, donde yo no vuelva a saber de usted. Con tal de eso... Porque para mí usted ya no es mi hijo. He maldecido la sangre que usted tiene de mí. La parte que a mí me tocaba la he maldecido. He dicho: “¡Que se le pudra en los riñones la sangre que yo le di!” Lo dije desde que supe que usted andaba trajinando por los caminos, viviendo del robo y matando gente... Y gente buena. Y si no, allí está mi compadre Tranquilino. El que lo bautizó a usted. El que le dio su nombre. A él también le tocó la mala suerte de encontrarse con usted. Desde entonces dije: “Ese no puede ser mi hijo.”
        —Mira a ver si ya ves algo. O si oyes algo. Tú que puedes hacerlo desde allá arriba, porque yo me siento sordo.
        —No veo nada.
        —Peor para ti, Ignacio.
        —Tengo sed.
        —¡Aguántate! Ya debemos estar cerca. Lo que pasa es que ya es muy noche y han de haber apagado la luz en el pueblo. Pero al menos debías de oír si ladran los perros. Haz por oír.
        —Dame agua.
        —Aquí no hay agua. No hay más que piedras. Aguántate. Y aunque la hubiera, no te bajaría a tomar agua. Nadie me ayudaría a subirte otra vez y yo solo no puedo.
        —Tengo mucha sed y mucho sueño.
        —Me acuerdo cuando naciste. Así eras entonces.
        Despertabas con hambre y comías para volver a dormirte. Y tu madre te daba agua, porque ya te habías acabado la leche de ella. No tenías llenadero. Y eras muy rabioso. Nunca pensé que con el tiempo se te fuera a subir aquella rabia a la cabeza... Pero así fue. Tu madre, que descanse en paz, quería que te criaras fuerte. Creía que cuando tú crecieras irías a ser su sostén. No te tuvo más que a ti. El otro hijo que iba a tener la mató. Y tú la hubieras matado otra vez si ella estuviera viva a estas alturas.
        Sintió que el hombre aquel que llevaba sobre sus hombros dejó de apretar las rodillas y comenzó a soltar los pies, balanceándolo de un lado para otro. Y le pareció que la cabeza; allá arriba, se sacudía como si sollozara.
        Sobre su cabello sintió que caían gruesas gotas, como de lágrimas.
        —¿Lloras, Ignacio? Lo hace llorar a usted el recuerdo de su madre, ¿verdad? Pero nunca hizo usted nada por ella. Nos pagó siempre mal. Parece que en lugar de cariño, le hubiéramos retacado el cuerpo de maldad. ¿Y ya ve? Ahora lo han herido. ¿Qué pasó con sus amigos? Los mataron a todos. Pero ellos no tenían a nadie. Ellos bien hubieran podido decir: “No tenemos a quién darle nuestra lástima”. ¿Pero usted, Ignacio?


        Allí estaba ya el pueblo. Vio brillar los tejados bajo la luz de la luna. Tuvo la impresión de que lo aplastaba el peso de su hijo al sentir que las corvas se le doblaban en el último esfuerzo. Al llegar al primer tejaván, se recostó sobre el pretil de la acera y soltó el cuerpo, flojo, como si lo hubieran descoyuntado.
        Destrabó difícilmente los dedos con que su hijo había venido sosteniéndose de su cuello y, al quedar libre, oyó cómo por todas partes ladraban los perros.
        —¿Y tú no los oías, Ignacio? —dijo—. No me ayudaste ni siquiera con esta esperanza.



Análisis de la Obra
Se puede decir que esta obra es un pequeño cuento que trata sobre como un padre de avanzada edad acarrea a su hijo que se encuentra herido, sobre sus propios hombros, hasta llegar a un pueblo donde existe un doctor que puede ayudar al hijo. Se hace notar al lector que el padre no siente mucho afecto por el hijo, sino que lo ayuda más bien por honrar la memoria de su mujer, que sin duda habría ayudado al hijo. Estos sentimientos los va liberando, el padre a medida que avanzan por el campo en la mitad de la noche, y mientras el estado de su hijo va empeorando, mostrándose casi inconsciente en algunos tramos. También en el relato se muestra como el padre le pide a su hijo que lo ayude a escuchar o ver el pueblo, ya que se encuentran guiados solamente por vagas señas entregadas con anterioridad, hecho del cual deriva el nombre del cuento.
En el cuento existen varios hechos importantes que vale la pena destacar y analizar. Para empezar vamos a analizar el problema: se trata de un problema generado por circunstancias que nos muestran lo difícil que es la vida, ya sea que haya sido un asalto, una pelea o una enfermedad lo que le ocurrió a Ignacio (el hijo). Una característica que deriva de lo anterior es el hecho de que para solucionar el problema exista la necesidad de realizar grandes esfuerzos o grandes cantidades de trabajo, como lo es el hecho de transportar a otra persona en los hombros, por grandes distancias y más encima en la noche; lo que sin duda nos hace sentir un toque de realidad en el relato, una especie de cercanía.
Otro hecho que creemos importante es el que el hombre no pueda soltar a su hijo, el que sepa que si lo baja, no lo va a poder subir de nuevo y , por lo tanto, su hijo va a morir. El padre a pesar de las peticiones del hijo, no lo baja de sus hombros ni lo abandona. Esto nos muestra más la cercanía de la dificultad en la vida, la existencia de algo que se debe hacer, algo que si no se hace o se deja de hacer, traerá consecuencias irremediables y que durarán para siempre.
También creemos importante recalcar el hecho de que el padre, sabiendo que su hijo es un maleante, lo ayuda por la memoria de su madre. El padre lo ayuda a pesar de que está consiente que cuando su hijo se reponga, volverá a sus andanzas. Esto nos muestra el apego que tiene el padre por las tradiciones, las ganas que tiene el de estar cerca de lo que sabe que es correcto.
El padre en partes del cuento hace notar que ya no ve nada y que se siente sordo. Esto nos lleva a pensar que él se encuentra aislado del mundo, que se encuentra cegado por el hecho de ayudar a su hijo, de cumplir consigo mismo. El momento en que logra escuchar a los perros es cuando ya alcanzó el pueblo, y tiene a su hijo, que ya ni siquiera habla, tendido frente a una casa del pueblo; momento en que el ya cumplió con su tarea, cumplió con su mujer, con su deber de padre y con su conciencia, lo que lo libera y le permite conectarse con el mundo de nuevo escuchando a los perros del pueblo. Esto se muestra claramente en una de las frases finales del cuento, donde el padre, ya habiendo soltado a su hijo le dice “— ¿Y tú no los oías, Ignacio? —dijo. No me ayudaste ni siquiera con esta esperanza.”. La frase anterior nos confirma que el padre se encontraba en una lucha consigo mismo, de su conciencia que le indica que ayude al hijo contra su razón que le indica que lo deje ya que es un maleante.
La idea de la nobleza del padre y de la lucha interna de este, se muestra también en la parte del cuento en que este le dice a su hijo como era cuando era al nacer. Le dice que era en resumidas cuentas un bebé lleno características malas como el ser excesivamente hambriento y llorón. Esta idea nos indica el como el padre siente que su hijo siempre ha sido una mala persona, que no lo debería estar ayudando, pero que igual lo hace.
Nos muestra la negación, de la muerte del hijo, lo carga a cuestas imaginando que él está vivo, pensando solo que está herido, yo no atiende a las señales, como que el hijo no le respondía.

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